Ella se transportó mágicamente como astronauta a la luna y desde esta
magnificencia, de repente, apareció frente a ella aquel hombre a quien ama
entrañablemente. Se aproximó hacia a él, chocó sus labios con los suyos.
Estaban vestidos con túnicas blancas. Se hallaban en el espacio dentro de un
globo extraordinario y transparente, perfectamente inmaculado, sostenido hacia
arriba por unos lazos de oro muy hermosos que no tenían fin. Dentro del
globo podían tocarse sin dificultad, abrazarse y rozar sus cuerpos una y otra
vez con sublimidad.
A través
del globo que permanecía flotando en el espacio, tenían acceso a un panorama
prodigioso. No existen palabras específicas para tal majestuosidad. Eran
testigos de la hermosura arcana del universo. Aquel hombre y ella eran únicos,
no pertenecían al común denominador de la humanidad. Estaban excelentemente
conducidos, eran títeres manejados por un Titiritero Celestial, que
maniobraba los lazos de oro con espectacular habilidad y cuidado. Este Titiritero dependía
de alguien sumamente importante y poderoso, quien supervisaba continuamente su
labor con los títeres.
Dentro
del globo no existía el tiempo, ni los afanes de la vida, ni el estrés, ni el
temor, ni la inseguridad, ni el orgullo, ni el odio. Se sentían
plenamente protegidos, libres y rebosantes de amor. Allí, este hombre la
abrazaba vez tras vez, la estrechaba contra su pecho, acariciaba tenuemente su
cabello rizado. Sus besos eran tan vehementes que inevitablemente sus
almas se fundieron en la sensualidad.
Al ser
consumados por la esencia de la pasión, aquellos lazos de oro se iluminaron y
su luz resplandeciente atravesó el globo, envolviendo los cuerpos con ímpetu y
quedando sus sentidos detenidos en el éxtasis, percibiendo a la vez los latidos
del corazón del Titiritero. Entre destellos de luces
refulgentes de todos los colores y en medio de melodías celestiales, se vieron
rodeados de una extraordinaria constelación de ángeles que los custodiaban.
Aquel
varón y ella, experimentaron una paz que traspasó el entendimiento mutuo. Se
tomaron de las manos firmemente, sintiendo también un amor indescriptible. En
un abrir y cerrar de ojos, se hallaron frente a una Presencia absolutamente
admirable, excelsa e inaccesible, a la que ni siquiera podían ver su rostro porque
estaba poderosamente iluminado.
Un
pequeño infante, una deidad, tierno, con su piel tersa, fina y brillante abrió
la puerta del globo, e inmediatamente soltó los lazos de oro que fueron ascendiendo
sutilmente.
El pequeño, extendió sus brazos hacía el hombre y la mujer, invitándolos para
que lo tomaran de las manos. Así lo hicieron. Cuando el niño quedó en medio de
los dos, finalmente los condujo hasta la Presencia de aquel Ser Superior,
Glorioso y Majestuoso, a quien no podían conocerle su rostro por lo
asombrosamente destellante. Aquella Presencia les inspiró absoluta reverencia,
solemnidad y amor nunca antes vivido. El niño los observaba con una mirada
cautivante, pero sin pronunciar una sola sílaba.
Estando los
tres frente a aquella maravillosa e inescrutable Presencia, tanto ella como él,
vibraron con su voz estruendosa y al mismo tiempo amorosa. El niño ya estaba
acostumbrado a escucharla. Se colocaron de rodillas y el pequeño quedó de pies
en medio de los dos, extendiendo sus manos sobre la cabeza de cada uno y
permaneciendo atento, escuchó el mensaje de aquella Voz Portentosa:
“Lo que
sucedió dentro del globo fue la creación mía y la concepción del niño a quien
le interrumpieron su ciclo de vida en la tierra; allí se transformó el rechazo
y la tortura por aceptación y amor, a través de la labor del Titiritero.
Este Ser, es quien está en medio de ustedes y ahora está a mi cargo. Cuido
de él continuamente porque pertenece a mis ángeles. Mi amor por él y por cada
uno de ustedes –sus padres- es bidimensional y, a partir de este momento
borraré de la memoria de cada uno, el episodio amargo y tormentoso que
experimentaron en la tierra y se gozarán perpetuamente viviendo entre el
perdón, la restauración y principalmente el amor”.
El niño
volteó de nuevo mirando fijamente a sus padres y de inmediato la madre se
dirigió al pequeño desbordada en llanto. Lo abrazó con vehemencia,
estrechándolo contra su pecho y clamando con desgarro:
“Perdóname
hijito, perdóname, yo sí anhelaba tenerte, pero el temor logró dominarme.
Estaba sin recursos financieros, me sentía sola, desprotegida y desorientada.
Aunque mis acciones indicaron lo contrario, quiero confesarte que te creaste en
mi vientre con todo mi amor y cuando supe que vivías dentro de mí, deseaba
tenerte con toda mi alma. Mis ojos se recreaban contemplando la ropita exhibida
para tu pequeño cuerpecito, a través de los diferentes almacenes. Te imaginaba
entre mis brazos, soñaba continuamente con tu existencia, pero las
circunstancias estaban en mi contra; y cuando te perdí, sólo deseaba reunirme
contigo. El dolor destruyó todo mi ser y mi mente se conmocionó, pero ahora mi
corazón celebra este extraordinario encuentro y me regocijo teniéndote en este
instante entre mis brazos”…
El padre
escuchaba ensimismado las palabras de la madre hacía su hijo, pero no se
encaminaba hacía a él y continuaba con la cabeza inclinada.
Aquella
Presencia luminosa, permanecía como testigo examinándolo todo, allí desde su
Trono de Oro, rodeado por muchos ángeles, quienes simultáneamente tocaban unas
melodías prodigiosas.
Era
verdaderamente fascinante escuchar los sonidos que emitía cada instrumento
musical, de una espléndida y celestial orquesta, particularmente los de
percusión, al golpear las baquetas los tambores una y otra vez. Sentían como si
estuvieran repicando en los corazones, cada golpe era fuente de gozo, de más
amor. El de viento, el órgano, su resonancia recorría los
cuerpos solemnemente. Los de cuerda, los violines, sonaban dulce y
expresivamente anunciando con bombos y platillos el encuentro con el angelical,
cálido, tierno y amoroso niño.
La madre
y su hijito voltearon a mirar a su padre, quien estaba admirado y al mismo
tiempo absorto; en su túnica estaba desvaneciéndose el color blanco. La madre y
el niño lo invitaron para que se uniera a ellos, pero moviendo la cabeza y con
lágrimas en los ojos se negó, e inmediatamente se puso de pies.
La
Presencia magnánima se levantó de su Trono y se dirigió hacía él; con el
resplandor de su Luz Divina que irradió en aquel hombre, secó sus lágrimas
preguntándole a la vez: “Quieres abrazar también a tu hijo?”. Entonces él,
atónito, abstraído y naufragando en sus pensamientos, guardó silencio
inclinando de nuevo la cabeza y alejándose de allí.
Aquella
Presencia Omnipotente y Universal, se unió a la fiesta solemne llevando consigo
en su luminosidad, las lágrimas de aquel padre que desapareció inmediatamente
de la vista de todos y para siempre.
Todos participaban de la fiesta celestial, excepto aquel padre, quien a pesar de haber permanecido compungido y estático, se abandonó inmerso en su negación.
El amor de Dios no tiene límites. Él respeta el libre albedrío de cada quien, así no se ciña a su voluntad perfecta
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