Eran las 8.00 de una noche trascurrida hace cerca
de una década. Un torrencial aguacero caía a esa hora.
Me percaté de la fuerte lluvia y me dispuse a
atravesar el parque principal del barrio Villas de Granada.
Increíblemente este sector se conocía con ese
nombre y en la mente de los capitalinos, su ubicación se daba sobre la calle
80, abajo de la carrera 106, en el noroccidente. Su localización en
la ciudad no confundía casi a nadie. Villas se generó por la
fuerza del industrial y constructor Luis Carlos Sarmiento Angulo, que denominó
muchos sectores con ese nombre y Granada como continuidad a
áreas construidas en el sector de Engativá.
Villas de Granada, diferente a barrios de Bogotá
que se mencionan y crean confusión como La Floresta (norte o sur); Bochica
(norte o sur); Veraguas (oriente u occidente sobre la avenida NQS); Villa
Gladys (cerca al aeropuerto o en el sector oriente de Villa Luz) La Candelaria
(Centro o sur en Ciudad Bolívar); Chico (Norte y Sur) y otros ejemplos
similares.
Empecé a atravesar el parque con mi chaqueta,
botines y pantalón destilando agua, caminaba de prisa por necesidades aún más
apremiantes: sentía ganas de orinar.
Seguí el camino y deseaba llegar a casa, quitarme la
ropa mojada, sentir la ducha cálida; ponerme la piyama, tomar un café
caliente y atender a mi hijo quien me esperaba para que le preparara la comida.
Al atravesar el parque, de repente escuché un
quejido, tal vez un lamento, ¡alguien
está pidiendo auxilio!. A
pesar del frio, de mi vejiga inflamada, de la tenebrosa soledad de ese parque,
y el afán, no pude resistir la tentación de descubrir quién emitía esos
sonidos aparentemente de dolor.
Al escuchar con mayor atención, identifiqué
que provenían de un árbol. Me acerqué y observé que se trataba de
una perrita que al parecer, acababa de parir a sus cachorros y los protegía
bajo la sombra de aquel árbol contiguo a las oficinas del despacho
parroquial.
Mi solidaridad despertó inmediatamente y mi
asombro fue todavía abismal, ya que la perrita mostraba actitudes de abandono,
sufriendo también por sus perritos que la lluvia los había alcanzado.
El instinto maternal del animalito la impulsaba a
pedir insistentemente algo así como ¡auxilio,
auxilio!, a través de sus continuos
gemidos que tocaron mi corazón. Su mirada dócil y brillante me
persuadieron para ayudarla como fuera; no se mostró agresiva, todo lo contrario
fue cariñosa y amistosa.
Mis ojos sollozaron, la acaricié y le emití voces
de cariño. Seguía sosteniendo la sombrilla y el bolso, mientras el agua
caía. Me acurruqué para examinar más de cerca su condición y
la de sus cachorros indefensos, quienes permanecían arrunchados buscando su
calor adheridos como garrapatas.
En las oficinas del despacho parroquial cercano había luz y
me dirigí hasta la puerta, timbré. Al momento abrió una señora y
tras ella se asomó un joven adulto, la señora un poco tosca me atendió,
brevemente le expliqué la situación de los perritos pero ella con una actitud
descortés e inexorable me contestó:
“Que no le quitara
tiempo para esas bobadas, que no se trataba de un ser humano y tiró la puerta
en mi cara”. No pude evitar sentir rabia por aquella
actitud y entonces me aferré a la puerta como si fuera a tumbarla y no dejé de
golpear gritando al tiempo irasciblemente:
- Hola
señora, inhumana y berrinchuda ¿en qué parte de usted vive la misericordia?, los animales también
son creación de Dios, tan solo le estoy pidiendo que me ayude con una caja y
una manta para llevármelos y...de repente abrió la puerta el joven
adulto.
-Espéreme
unos veinte minutos mientras terminó mí trabajo. Dijo el hombre y me prometió
ayuda.
Entonces le repliqué:
-Veinte minutos es mucho
tiempo y no puedo esperar porque los animalitos podrían morir.
De nuevo, el joven me hizo señas muy discretas,
como dándome a entender que la mujer que me había abierto la puerta
inicialmente, se encontraba cerca de él y tampoco le permitía salir antes.
-Gracias, -le dije en voz baja- por
su deseo de colaborarme. Le di a entender que vería cómo
me las arreglaría, me despedí y me alejé de allí.
Me acurruqué nuevamente frente a los perritos, me
incliné sosteniendo mi bolso y la sombrilla, que por lo menos me
cubría la cabeza y los hombros, cerré los ojos y le pedí a Dios que me
orientara para socorrerlos antes de que fuera demasiado tarde. Nunca antes me
había encontrado frente a esta situación.
Con certeza Dios escuchó mi plegaria,
porque inmediatamente se apoderaron de mí el valor y la convicción para dirigirme
corriendo hacía el Caí de la policía, que quedaba algo retirado de donde me
encontraba.
Contraje el músculo de mi vejiga lo que más
resistí, aunque no podía aguantar más. Al llegar al Caí hablé con el
oficial de turno, le resumí la apremiante situación de los perros y al mismo
tiempo cruzaba las piernas para no orinarme y con señas le pedí que me prestara
el baño.
En el momento que pude desocupar mi vejiga me sentí
plena y relajada y sin ninguna otra distracción me concentré en lo que me
importaba y me ocupaba en ese momento, que era la situación de los perritos.
Aquel oficial de turno respondió con evasivas y con
una actitud de no importarle nada. En ese momento deseaba agarrarlo por las
orejas y patearlo, pero disimulé y con una sonrisa fingida traté de persuadirlo
dulcemente en apariencia y no me despegué de él hasta que me ayudará, después
de conocer mi persistencia decidió hacerlo.
Hizo unas llamadas del teléfono fijo y al momento
llegaron dos personas –hombres civiles amigos del
oficial-. Por las actitudes de cada uno comprendí que habían sido
los Ángeles que Dios había puesto en mi camino a través del mismo oficial, que en
un principio se había mostrado renuente.
En este procedimiento calculé que transcurrieron
quince (15) minutos, asaltándome el temor de que los perritos ya estuvieran
graves o muertos.
Con ayuda de estas dos personas logramos trasladar
a los animales hasta el Caí donde los resguardamos. Los cubrimos con
las mantas que los hombres llevaron y después uno de ellos se fue por ahí
cerca, llegando a los pocos minutos con un tapete viejo pero en buen estado y
una caja amplia de cartón.
La mamá de los cachorros no mostraba la más mínima
actitud de agresividad, sino de evidente agradecimiento. Con la caja
y el tapete acondicionamos la cama para los perritos y con las mantas los
cubrimos. Empecé a llamar a la mamá de los cachorros: “Muñeca”.
Carlos Alberto, quien fue el más colaborador y
tierno, además de haber llevado el tapete y la caja, deseaba llevarse para su
casa dos de los cachorros, pero al consultarle a su esposa por celular, no se
lo permitió, además tampoco convenía destetarlos recientemente de su
madre.
No obstante, tanto el oficial, Carlos
Alberto y la tercera persona quien había llegado y que se conocía como Efrén,
permanecían a la expectativa y pendientes de ayudar en los detalles.
Posteriormente hice dos llamadas desde mi
celular. A los treinta minutos llegó Héctor (mi ex esposo) en su
jeep campero, quien siempre ha amado y respetado a los animales.
Su ayuda fue valiosa, pues me colaboró para
transportarlos hasta el consultorio de la veterinaria a quien también
había acabado de llamar, poniéndola en conocimiento de todo y la que me
inspiraba total confianza.
Mientras transcurrieron los treinta minutos y
Héctor llegaba, Muñeca conservaba un brillo extraordinario en sus ojos y no
dejaba de asombrarnos con su actitud desbordada de agradecimiento y amor.
Pensé que era algo de lo que estamos muy lejanos los seres humanos.
Sentí el deseo de abrazarla, la mimé física y
verbalmente, al tiempo ella buscaba la manera de lamerme la
cara. Recobró mucho ánimo y aunque al parecer no tenía dueño, era
muy agraciada, lo que más se destacaba en su rostro era la expresión tierna y
profunda de su mirada, su raza criolla tenía algunas características como de
Labrador Retriever.
En el tiempo de espera llamé a mi hijo para
avisarle que no podía llegar pronto, le expliqué todo brevemente y comprendió,
me hizo algunas preguntas con respecto a los cachorros, le respondí y le avisé
que esperara un domicilio para su comida.
Diagonal al Caí había un lugar muy famoso y
bastante concurrido de comidas rápidas, donde preparaban unas super arepas
exquisitas rellenas de todas las carnes, queso, huevos de codorniz, pimentón,
mazorca y más variedades, eran las favoritas de mi hijo. En medio de
toda la película que se desarrolló en torno a los perritos, estuve pendiente de
que él recibiera oportunamente el domicilio.
Al llegar Héctor, organizó con mucho cuidado y amor
a los animales en su jeep, me despedí de esos maravillosos ángeles: Carlos
Alberto, Efrén y el Oficial, les manifesté los más profundos agradecimientos.
Aproximadamente veinte minutos después llegamos al
consultorio de Sandra Iveth, la veterinaria. Dos de los perritos estaban
muy delicados de salud, uno más que el otro. Héctor no pudo
esperarme, debía viajar esa misma noche y ya estaba
retrasado. También a él, le agradecí su valiosa colaboración, me
quedé hasta cerca de las doce de la noche, arreglé con Sandra Iveth
un precio módico por la asistencia de los perritos.
Francamente la labor profesional y de muy buena
voluntad con la que atendió a los animales no tuvo precio. El dinero
que ella cobró, no significaba nada en comparación a la dedicación oportuna y
amorosa que les brindó.
Visité durante esos días a los perritos hasta que
ya estuvieron muy bien. Sandra Iveth los tenía viviendo
provisionalmente en su consultorio mientras cumplían tres meses, tiempo
prudencial para conseguirles hogar, incluyendo a la madre.
Muñeca cada vez que me veía llegar se lanzaba para
saludarme. Le fascinaba que la consintiera, que la abrazara, su
alegría era desbordada.
Al Ser que más agradecí por haberme apoyado en esta
noble causa, fue a Dios, sin la Presencia de Él hasta los animalitos que
estaban delicados de salud hubiesen podido morir.
Rita Daisy Moyano Chaves (Vanina)
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